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lunes, 25 de abril de 2016

CUENTO: Los besos de Lucía


LOS BESOS DE LUCÍA
Autor: Francisco A. Reyes Salas

 
Como ver el sol salir del mar por las mañanas, brillante, imponente; dando vida total a todo lo que toca con su luz. Así era mirarla pasar cada mañana al cuarto para las seis. Para Pedro era sagrado el levantarse temprano cada día, reconocer el ritmo apurado de sus pasos y saludarla con un “Buenos días” tímido y casi silencioso, tanto que ella no lo escuchaba y mucho menos lo veía. Desde la oscuridad del interior de su cuarto, asomado en la ventana que daba a la calle, solo la miraba caminar sobre la otra acera y perderse al dar vuelta en la esquina.

Lucía caminaba varias cuadras hasta su trabajo, una fondita, donde se ponía su delantal y realizaba el noble arte de cocinar para alimentar al mundo de gente que pasaba por ahí a lo largo del día. Era portadora de una magnífica belleza, de esas que hay que verles con ojos propios para creerlo.

A Lucía la vida no la trató muy bien que digamos con Doña Bruna y Don Chico, sus padres. Años atrás, vivían y trabajaban en la hacienda de un rico ganadero en el estado de Michoacán, Doña Bruna se dedicaba a la cocina y el quehacer doméstico; Don Chico trabajaba en el cuidado de los animales y el mantenimiento de la hacienda. En ese tiempo Lucía tenía 8 años cumplidos y cuidaba a su hermanito menor de 5 años. Les daban permiso de quedarse en una chocita de madera atrás de la casa grande.

Un día de tempestad, el viento y la lluvia eran demasiados para la humilde choza y en un ventarrón sorpresivo se llevó una parte del techo de lámina, dejando a la familia a merced del ciclón. En un acto de falsa bondad el patrón le ofreció a Don Chico dar asilo por esa noche a sus 2 hijos, pero como no tenía mucho espacio, él y su esposa podrían pasar la noche en el establo. Don Chico aceptó. Esa noche fue la noche más larga y terrible de Lucía.

Lucía y el pequeño dormían en un cuarto, cuando entonces llegó el patrón, tomó a Lucía dormida en brazos y la llevó hasta un cuarto apartado, allí despertó Lucía semidesnuda y sintió como la mirada y las manos ásperas del patrón recorrían sus partes más nobles, al mirar que la niña había abierto los ojos y a punto estaba de gritar, el hombre le propinó una cachetada tal que la noqueó durante el resto del acto infernal que el patrón llevó a cabo sobre su inocente cuerpo, no sin antes alcanzar a rasguñar la madura piel de su cara, dejando una marca al infame.

Al día siguiente, con la cara parchada, el patrón despedía a Don Chico y a su familia de la hacienda sin dar una razón.

Dos años después, luego de que Lucía confesara a su padre la desgracia por la que pasó, Don Chico regresó a la hacienda para asesinar a su ex patrón, arrancándole la vida una mañana cuando salía de la casa grande. La gente del hombre rico lo persiguió a punta de bala, perdiéndole pasando la loma que daba a un monte. Don Chico llegó con su familia malherido, antes de morir pudo advertirles de quienes lo seguían y sugerirles que huyeran lejos de esas tierras.  

Tanto fue lo que anduvo el resto de aquella familia hasta que llegaron al norte del estado de Veracruz, una tierra nueva, donde se explotaba el petróleo hacía no mucho tiempo y que prometía un futuro mejor, aunque a Doña Bruna le había retoñado y crecido con el paso del tiempo un rencor hacia la pequeña Lucía por la muerte de su marido.

Nadie daba trabajo ni ayuda a la mujer y sus 2 huérfanos de padre, hasta que un carnicero, hombre solo, viejo, sucio y mal encarado ofreció dar casa y sustento a cambio de que se le atendiera el quehacer de su casa y se le diera de comer a sus horas; que el hijo menor le ayudara en la carnicería, pero también, como trato aparte quería se le entregara como su mujer a la pequeña Lucía. Doña Bruna aceptó. Pero la entrega de la niña se realizaría hasta que Lucía cumpliera los 18, sin que ella lo supiera.

Y resulta pues que cuando este monigote, Pedro, obrero de 20 años la miraba pasar día a día frente a su ventana, Lucía contaba ya con sus 17 años cumplidos.

El muchacho era víctima de una timidez extrema, sin embargo, el amor hace al más cobarde el más fuerte de los valientes. Resulta que un día de esos decidió juntar suficiente valor y hablarle cuando pasara de regreso a su casa por la tarde noche. Lo hizo, a pesar de esa gran timidez salieron de su boca frases e ideas que robaron durante varios días sonrisas y rubores a la joven Lucía. Después de unos meses los dos tórtolos habían caído bajo las flechas de cupido, pero aún Lucía no había platicado sobre Pedro con su familia y el señor que los mantenía. Se veían por segundos al pasar por la ventana de Pedro y durante media hora los sábados por la tarde-noche que salía antes que sus hermanos y su madre de trabajar. La cita era en un parque del pueblo, donde en aquella media hora se platicaban todo lo que les había pasado en la semana, pero sin un rose, sin un beso. Todavía a Lucía le costaba trabajo aceptar el contacto físico con otra persona después de lo vivido años atrás.

A una semana de cumplir sus 18 años Lucía prometió a Pedro que a la siguiente cita ella daría los besos que pidiera, pues habían decidido escapar y ser felices juntos en algún otro lugar lejos de todo, pero así mismo, Doña Bruna preparaba la entrega de Lucía al carnicero el mismo sábado pactado. Sin querer, su hermano Jorge, que ya tenía 15 años, escuchó el plan macabro de la entrega un día antes de llevarse a cabo. Esa noche Jorge no durmió, tampoco Pedro ni Lucía, aunque cada quién por diferentes razones.

Sucedió que en algún momento Jorge no pudo más con aquella carga y en la carnicería de pronto le reclamó enérgicamente por la desvergüenza e infamia que pretendía al degenerado sesentón. El veterano tomó el cuchillo filetero amenazando al muchacho, pero este había logrado alcanzar un machete, con el cuál, al ser amagado cortó de tajo la mano del carnicero. Jorge salió corriendo con el machete ensangrentado en mano, dejando atrás al manco para alcanzar a Lucía en la fonda. Al llegar éste le contó todo como pudo de rápido y la muchacha, por miedo de que el malvado carnicero pudiera hacerle daño a su amado Pedro al saber de su romance, salió huyendo de la mano de su hermano hacia algún lugar desconocido, sin avisar. Jamás se volvió a saber de ellos por esos territorios.

Doña Bruna fue golpeada y despedida por aquel carnicero, despreciada por la gente que conoció después su denigrante historia. Murió al poco tiempo sola, pidiendo limosna cerca del cambio de vía. Un día después de correr a la mujer, el carnicero fue encontrado muerto en su misma casa, tirado boca abajo, víctima de un infarto fulminante.

Aquel sábado Pedro esperó por varias horas. Al comprender que Lucía no llegaría se marchó creyendo que el amor de su vida lo había engañado, sin embargo, la noticia de lo que había pasado pronto llegó a sus oídos, comprendiéndolo todo.

Desde ese día Pedro dejó de ir a trabajar, ya como indigente visitaba a diario el parque hablando solo y llorando la ausencia de su amada. Cuentan que la última vez que se le vio en el lugar lloró de tal manera que el cielo no quiso dejarlo solo. Gota a gota la lluvia comenzó a humedecer el suelo, arrastrando el enorme volumen de llanto de Pedro y regándolo por todo el parque. De Pedro tampoco se volvió a saber más.

Cuentan que con el tiempo, los árboles que había en el lugar y otros que se han sembrado y crecido en esa tierra mojada por la lluvia y lágrimas de Pedro, no son como cualquier otro. Bajo aquella sombra vegetal, al soplar el viento, algo más que oxígeno ronda el ambiente, algo más que causa que las parejas que cruzan por el ahora llamado Parque Juárez se detengan y se miren a los ojos con el irresistible deseo de besarse apasionadamente.

Los besos del Parque Juárez son tal vez todos aquellos que alguna vez Lucía prometió a su enamorado, besos que no llegaron a los labios de Pedro, pero que tal vez se sigan manifestando hasta el final de los tiempos en cada pareja de enamorados que pasa por aquel lugar.

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