LOS BESOS DE LUCÍA
Autor: Francisco A. Reyes Salas
Lucía caminaba varias cuadras
hasta su trabajo, una fondita, donde se ponía su delantal y realizaba el noble
arte de cocinar para alimentar al mundo de gente que pasaba por ahí a lo largo
del día. Era portadora de una magnífica belleza, de esas que hay que verles con
ojos propios para creerlo.
A Lucía la vida no la trató muy
bien que digamos con Doña Bruna y Don Chico, sus padres. Años atrás, vivían y
trabajaban en la hacienda de un rico ganadero en el estado de Michoacán, Doña Bruna
se dedicaba a la cocina y el quehacer doméstico; Don Chico trabajaba en el
cuidado de los animales y el mantenimiento de la hacienda. En ese tiempo Lucía
tenía 8 años cumplidos y cuidaba a su hermanito menor de 5 años. Les daban
permiso de quedarse en una chocita de madera atrás de la casa grande.
Un día de tempestad, el viento y
la lluvia eran demasiados para la humilde choza y en un ventarrón sorpresivo se
llevó una parte del techo de lámina, dejando a la familia a merced del ciclón.
En un acto de falsa bondad el patrón le ofreció a Don Chico dar asilo por esa
noche a sus 2 hijos, pero como no tenía mucho espacio, él y su esposa podrían
pasar la noche en el establo. Don Chico aceptó. Esa noche fue la noche más
larga y terrible de Lucía.
Lucía y el pequeño dormían en un
cuarto, cuando entonces llegó el patrón, tomó a Lucía dormida en brazos y la
llevó hasta un cuarto apartado, allí despertó Lucía semidesnuda y sintió como
la mirada y las manos ásperas del patrón recorrían sus partes más nobles, al
mirar que la niña había abierto los ojos y a punto estaba de gritar, el hombre
le propinó una cachetada tal que la noqueó durante el resto del acto infernal
que el patrón llevó a cabo sobre su inocente cuerpo, no sin antes alcanzar a
rasguñar la madura piel de su cara, dejando una marca al infame.
Al día siguiente, con la cara
parchada, el patrón despedía a Don Chico y a su familia de la hacienda sin dar
una razón.
Dos años después, luego de que
Lucía confesara a su padre la desgracia por la que pasó, Don Chico regresó a la
hacienda para asesinar a su ex patrón, arrancándole la vida una mañana cuando
salía de la casa grande. La gente del hombre rico lo persiguió a punta de bala,
perdiéndole pasando la loma que daba a un monte. Don Chico llegó con su familia
malherido, antes de morir pudo advertirles de quienes lo seguían y sugerirles
que huyeran lejos de esas tierras.
Tanto fue lo que anduvo el resto
de aquella familia hasta que llegaron al norte del estado de Veracruz, una
tierra nueva, donde se explotaba el petróleo hacía no mucho tiempo y que
prometía un futuro mejor, aunque a Doña Bruna le había retoñado y crecido con
el paso del tiempo un rencor hacia la pequeña Lucía por la muerte de su marido.
Nadie daba trabajo ni ayuda a la
mujer y sus 2 huérfanos de padre, hasta que un carnicero, hombre solo, viejo,
sucio y mal encarado ofreció dar casa y sustento a cambio de que se le
atendiera el quehacer de su casa y se le diera de comer a sus horas; que el
hijo menor le ayudara en la carnicería, pero también, como trato aparte quería
se le entregara como su mujer a la pequeña Lucía. Doña Bruna aceptó. Pero la
entrega de la niña se realizaría hasta que Lucía cumpliera los 18, sin que ella
lo supiera.
Y resulta pues que cuando este
monigote, Pedro, obrero de 20 años la miraba pasar día a día frente a su
ventana, Lucía contaba ya con sus 17 años cumplidos.
El muchacho era víctima de una
timidez extrema, sin embargo, el amor hace al más cobarde el más fuerte de los
valientes. Resulta que un día de esos decidió juntar suficiente valor y
hablarle cuando pasara de regreso a su casa por la tarde noche. Lo hizo, a
pesar de esa gran timidez salieron de su boca frases e ideas que robaron
durante varios días sonrisas y rubores a la joven Lucía. Después de unos meses
los dos tórtolos habían caído bajo las flechas de cupido, pero aún Lucía no
había platicado sobre Pedro con su familia y el señor que los mantenía. Se
veían por segundos al pasar por la ventana de Pedro y durante media hora los
sábados por la tarde-noche que salía antes que sus hermanos y su madre de
trabajar. La cita era en un parque del pueblo, donde en aquella media hora se
platicaban todo lo que les había pasado en la semana, pero sin un rose, sin un
beso. Todavía a Lucía le costaba trabajo aceptar el contacto físico con otra
persona después de lo vivido años atrás.
A una semana de cumplir sus 18
años Lucía prometió a Pedro que a la siguiente cita ella daría los besos que
pidiera, pues habían decidido escapar y ser felices juntos en algún otro lugar
lejos de todo, pero así mismo, Doña Bruna preparaba la entrega de Lucía al
carnicero el mismo sábado pactado. Sin querer, su hermano Jorge, que ya tenía
15 años, escuchó el plan macabro de la entrega un día antes de llevarse a cabo.
Esa noche Jorge no durmió, tampoco Pedro ni Lucía, aunque cada quién por
diferentes razones.
Sucedió que en algún momento Jorge
no pudo más con aquella carga y en la carnicería de pronto le reclamó enérgicamente
por la desvergüenza e infamia que pretendía al degenerado sesentón. El veterano
tomó el cuchillo filetero amenazando al muchacho, pero este había logrado alcanzar
un machete, con el cuál, al ser amagado cortó de tajo la mano del carnicero.
Jorge salió corriendo con el machete ensangrentado en mano, dejando atrás al
manco para alcanzar a Lucía en la fonda. Al llegar éste le contó todo como pudo
de rápido y la muchacha, por miedo de que el malvado carnicero pudiera hacerle
daño a su amado Pedro al saber de su romance, salió huyendo de la mano de su
hermano hacia algún lugar desconocido, sin avisar. Jamás se volvió a saber de
ellos por esos territorios.
Doña Bruna fue golpeada y despedida
por aquel carnicero, despreciada por la gente que conoció después su denigrante
historia. Murió al poco tiempo sola, pidiendo limosna cerca del cambio de vía. Un
día después de correr a la mujer, el carnicero fue encontrado muerto en su
misma casa, tirado boca abajo, víctima de un infarto fulminante.
Aquel sábado Pedro esperó por
varias horas. Al comprender que Lucía no llegaría se marchó creyendo que el
amor de su vida lo había engañado, sin embargo, la noticia de lo que había
pasado pronto llegó a sus oídos, comprendiéndolo todo.
Desde ese día Pedro dejó de ir a
trabajar, ya como indigente visitaba a diario el parque hablando solo y
llorando la ausencia de su amada. Cuentan que la última vez que se le vio en el
lugar lloró de tal manera que el cielo no quiso dejarlo solo. Gota a gota la
lluvia comenzó a humedecer el suelo, arrastrando el enorme volumen de llanto de
Pedro y regándolo por todo el parque. De Pedro tampoco se volvió a saber más.
Cuentan que con el tiempo, los árboles
que había en el lugar y otros que se han sembrado y crecido en esa tierra
mojada por la lluvia y lágrimas de Pedro, no son como cualquier otro. Bajo
aquella sombra vegetal, al soplar el viento, algo más que oxígeno ronda el
ambiente, algo más que causa que las parejas que cruzan por el ahora llamado
Parque Juárez se detengan y se miren a los ojos con el irresistible deseo de besarse
apasionadamente.
Los besos del Parque Juárez son
tal vez todos aquellos que alguna vez Lucía prometió a su enamorado, besos que
no llegaron a los labios de Pedro, pero que tal vez se sigan manifestando hasta
el final de los tiempos en cada pareja de enamorados que pasa por aquel lugar.
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